Manuel Silva integró varias selecciones locales. Jugó siempre por La Cruz, excepto en la época en que hizo el Servicio Militar y tuvo que jugar por Naval. Recuerda haber jugado contra La Cruz en una final de campeonato y haber ganado los navales. Lloró como niño. El año 60, Manuel se clasificó goleador de la temporada de baloncesto local con 98 puntos, lo siguió Ricardo Miranda del Iquitados con 86, y Raúl Merubia del Chung Hwa con 74 puntos. Tenía y sigue teniendo buena puntería.

El Silbido

A Manuel Silva

El viejo Manuel se levantó como siempre de su siesta, a eso de las cinco de la tarde. Después del almuerzo, y cuando se tomaba un vaso de mote con huesillos bien helado, sin decir nada, se levantaba, y desnudándose en el camino, enfilaba sus pasos a su lecho de rey.

Desde ese momento, el silencio se apoderaba de la casa. La música del Report Esso, se apagaba de golpe. Los pájaros parecían entender el rito, y metiendo sus cabezas dentro de sus plumas verdes y amarillas, suspendían sus letanías. Afuera, el sol de la tarde de verano, ayudaba a la creación de ese silencio que a veces ahoga, pero que al viejo Manuel le provocaba la modorra.

Al cabo de dos horas despertaba. Iba reconstruyendo fragmento a fragmento la realidad. La puerta del ropero se le iba haciendo familiar. Las medallas que ganó en el Castro Ramos, tomaban lentamente sus colores. El banderín de La Cruz, se le asomaba brillante como en los mejores tiempos. La foto de su matrimonio, volvía a aparecer como tal. Se despertaba sin necesidad de artefactos traídos en las bodegas de los barcos. El tenía uno propio, que lo acompañaba desde hace cuarenta años.

-“Yo despierto solo”- decía enfatizando su autonomía con respecto a la tecnología.

Se mojaba la cara y con sus manos de estibador marítimo, recorría su barba ya crecida, a pesar de que sólo en la mañana, se había afeitado. Tomó la toalla y se la pasó por la cara. Se lavó los dientes. Se miró una vez más al espejo y sonrió sin saber muy bien por qué. Llamó a su mujer, y ésta presta, en el código del silencio, le sirvió una taza de té bien caliente.

Cuando abrió la puerta se encontró con el sol ya medio en retirada. Pero no por ello vencido. Se puso la mano sobre los ojos, como haciendo una vícera y miró por la calle Esmeralda abajo, en dirección al mar, en busca de algún barco, como esperando la “nombrá”.

Al llegar a la calle Errázuriz, empezó a preparase para el rito. Estiró los labios como si estuviera riendo, y puso la lengua suave entre medio de los dientes. Aspiró y devolvió el aire ahora canalizado por el ritmo. El sonido salió largo y perfecto. Cruzó la calle Esmeralda y Bolívar y como esquivando a las liebres Nissan, se alojó en el centro de la Plaza Arica, en el quiosco, allí donde Marino Castro, cada noche de vino tinto, repetía la pelea que tuvo con el Tani Loayza.

Sabíamos del ritual del silbido. Todos miramos al hijo del viejo Manuel. A él iba dirigido el silbido. Pero a nosotros también. Era una forma de decirnos que allí venía. Era una manera de informarnos que no se podía entrar a la cancha con zapatos. Era un modo de advertirnos que mejor jugáramos básquetbol en vez de baby-footbal. Era el medio de contarnos como don Santiago White, había mantenido el club, y de como éste, en una sesión solemne, como pocas, le había dado el bastón del mando del Club.

El viejo llegaba fresco. Como si hubiese recién amanecido. Y era que el día para él, se partía en dos. Dos desayunos, dos noches y dos lavadas de dientes. Todo ello en un solo día.

Esperamos que el sol terminara cayendo sobre el Colorado, y al ritmo de otro silbido igual que el anterior, nos juntamos sobre la vieja cancha. Un solo balón marca Molten traído del puerto libre de Arica, sirvió para iniciar las bandejas, las trenzas y las estrellas.

El silbido del viejo era la señal de la autoridad. Por eso que a muchos nos sorprendió ese día cuando el chato Juani, en un acto de rebeldía y de imitación, reprodujo el sonido de la autoridad. Todos nos miramos entre sí, como exigiendo una explicación. El viejo volteó la cara, con sus cejas cerradas al igual que su barba. Pero, en fracción de segundos se le dibujó esa sonrisa que se la guardaba para las grandes ocasiones, cuando le ganábamos al Chung-Hwa, por ejemplo. Abrazó al chato Juani y todos reimos a carcajadas entre sorprendidos y gratos.

Ahora que han pasado los años, veinte para ser más precisos, en pleno centro de Iquique, entre tanta bocina y frenazo, se escucha el hilo del silbido atravesando auto taiwaneses, vendedores ambulantes y peregrinos de la Zofri, tan fresco como aquellas tardes de siesta del verano. Y basta mirar a un costado de la Casa del Deportista, y ahí está el viejo, como siempre, peleando contra los mismos de siempre, de buzo y con zapatillas, levantando la mano y sonriendo con los ojos. Cada día nos devuelve el sonido en clave, el de la Plaza Arica, el de La Cruz.

Bernardo Guerrero Jiménez