Considerando que el promedio de altura de los crucianos es de 1.70 mts, llamó la atención la estatura de Gerardo Isla.

Además es notoriamente más blanco que todo el promedio histórico de La Cruz. En otras palabras es rubio, hecho y derecho.

Si hubiera nacido en Iquique, le hubieran dicho «pellizca la luna». O bien le habrían gritado «soy más largo que el pito de las 6», en alusión a la sirena ferroviaria que en ese entonces anunciaba el fin de la jornada de los trabajadores de los ferrocarriles del Estado. Hablo de los años 60.

Se puso los colores amarillos y negros y se mimetizó como los lagartos con el desierto. Con dos largos trancos ya estaba bajo el tablero. Y de ahí, un leve impulso y colocaba el balón, en ese aro que siempre nos fue tan esquivo. El grito de la parcialidad fue instantáneo. Un inmenso «oh» cubrió el hermoso gimnasio Corona. «La cagó», dicen que dijo el Negro Núñez, cada vez que ponía el Molten en el aro rival.

Cuando vencimos en el primer partido a la selección chilena juvenil, supimos que el campeonato era nuestro. Pero el destino no siempre ha sido nuestro aliado. Entonces ocurrió la mutua seducción entre La Cruz y el flaco Isla. Un romance eterno que ni el anunciado fin del mundo podría impedir.

En la final, las hizo todas, incluso un triple en el aro poniente que terminó por desarmar a los del Norteamerica. En el último cuarto nos fuimos arriba y el cielo estaba cada día más cerca. Ya no era azul ni celeste, era amarillo con negro.

A Gerardo Isla lo queremos como si hubiese nacido en la Plaza Arica.
Como su hubiese sido nuestro auténtico rubio.
Es que lo es.
Es tan nuestro que ocupa un lugar de privilegio en nuestra activa y dinámica memoria.
Superó nuestro promedio de altura y de color de piel.
Nos hizo felices ese semana de febrero del 2011 que todavía no termina.